"Adivine, equivóquese"

Los cuentos de Juan Carlos Onetti

Leer la obra de Onetti supone andar por un mundo turbio y denso, de pasillos opresivos e historias inciertas. Villoro se cuela a esas atmósferas para escribir este ensayo sobre la narrativa breve del gran escritor uruguayo en el año de su centenario.

Julio 2009 | Tags:

Borges, que no leería a Onetti, ignoraba que en esa mesa se encontraba un autor capaz de trascender a Arlt con recursos que no eran del todo ajenos al propio Borges. La cotidianidad hechizada de Arlt sería trabajada por el autor de El astillero en otra clave, con un estilo dominado hasta el último detalle y se expresaría sobre todo a través de la conciencia, el mundo interior que interesa muy poco a un maestro de la exterioridad como Arlt.

Para Piglia, el estilo de Arlt es “criminal” en el sentido de que ocurre contra la norma: no hay nada tan fácil como corregirlo ni tan difícil como imitarlo.

Si Arlt busca un contralenguaje, hecho con las esquirlas de una explosión, Onetti construye un lenguaje único, un fuego obediente.

Arlt es un goloso visual, amante de la geometría, las sombras triangulares, las combinaciones de colores estridentes. Prefiere ver de lejos y con trazos de pulido plumón industrial, al modo de un artista pop. Onetti mira de cerca y de manera borrosa; si encuentra un objeto, está roto (“el cenicero con un pájaro de pico quebrado”). El sol no es para él un reflector escénico sino una caricia sensual que disipa una sombra. Los escenarios de Arlt existen para saltar una barda de modo acrobático o instalar un laboratorio en un garaje. Los de Onetti son espacios íntimos para preocuparse de cara a un papel tapiz desgarrado.

También la estética del fracaso los une y aparta. Ambos llevan a sus personajes a disyuntivas sin recompensa y los convencen de que decidir su ruina es una forma de evitar que alguien la decida por ellos. Sin embargo, Arlt tiene un sesgo fantasioso y anárquico que hace que sus personajes confíen en un prodigio de última hora, un designio astrológico, una rebelión posible, un pase de magia. La resignación de Onetti es más honda. Sería imposible que uno de sus personajes fuera un inventor o un criminal declarado, del mismo modo en que es raro que uno de Arlt no lo sea.

 

Delitos comunes

Aunque los seres onettianos cometen estafas, su transgresión lesiona más los afectos que los códigos de la ley.

Ajeno a todo recurso fantástico o sobrenatural, el autor de La vida breve sitúa a sus criaturas en la hiperrealidad de un cuadro de Edward Hopper. La descarnada veracidad de sus situaciones es ajena a todo artificio. Donde Cortázar o Bioy Casares colocarían un espejo para sugerir el tema del doble, Onetti coloca suposiciones de crudo realismo. Ningún escritor ha movido a sus personajes entre más pobres y reiteradas escenografías. La luz es amarilla, una sábana deja ver un colchón a rayas, un vaso ostenta el lápiz labial de una usuaria anterior, un sombrero está lloviznado. El drama ocurre entre un sofá y una mesa; no requiere de más. En “Tan triste como ella” la habitación decisiva ni siquiera amerita una descripción: “un dormitorio imaginable”, apunta el autor. El enfático maestro de la adjetivación, que califica antes del sustantivo (“la derramada luz”, “unas hundidas letras doradas”, “los revueltos ojos”), también conoce la fuerza de regatear todo adjetivo, la desolación que produce condenar un cuarto a la desnudez de lo que no merece ser descrito.

Ni siquiera en los exteriores describe escenografías vistosas. Los personajes se mueven en un parque inquietado por sombras pero a fin de cuentas común, una transitada calle ruidosa, una playa con manchas de pasto que el sol marchita. Con frecuencia aparecen apostadores, pero no vemos nunca la ráfaga veloz del hipódromo. Enemigo de cualquier efecto especial, Onetti escatima la pista de la fortuna y las camisetas de los jockeys. Sus héroes reticentes apuestan por teléfono.

En esos escenarios restringidos, todo está forzado a ser íntimo. No hay objetos ni sitios que distraigan la mirada.

Los austeros paisajes onettianos contrastan con la variedad de problemas que ahí suceden. La experiencia, el acontecer, tiene muchas maneras de ser dañino. “La vida es lo que no puede hacerse en compañía de mujeres fieles, ni hombres sensatos”, dice en “El posible Baldi”. Actuar ensucia, sobre todo si compromete los sentimientos. Por eso, un personaje de “La casa en la arena” busca con desesperación “una frase limpia pero que aluda al amor”. La conjunción es definitiva: nada tan espurio como lo que se siente.

El bien puede ocurrir, pero no es desinteresado. En “El álbum” un benefactor consciente de que ayudar sirve de poco tiene una actitud “bondadosamente cínica”, y en “La novia robada” la solidaridad aparece al final del relato como una benévola forma de la incomprensión: “Prefirió, muy pronto, abandonarse al amor absurdo, a una lealtad inexplicable, a una forma cualquiera de la lealtad capaz de engendrar malentendidos.” En “El obstáculo” Onetti redondea el tema: “Una paz enorme entró violentamente en su alma”; la calma y la aceptación sólo existen de modo contradictorio, en la corrosiva alianza de una paz violenta.

La impureza de vivir afecta a todos los personajes. Incluso los inmóviles, los desganados, los que actúan poco y a veces sólo lo hacen de manera vicaria, adquieren en su semblante las huellas de vicios ajenos: “Veía aparecer su cara blanca, hecha de una materia exangüe y envejecida, mucho más vieja que él, como si Walter la hubiera prestado para que otro hombre la gastara en años rellenos de miserias, de mirar sin nobleza y de estirar sonrisas falsas y vacilantes” (“Regreso al sur”). El tiempo mancha, aunque sea el tiempo de los otros.

En un entorno donde incluso la pasividad resulta comprometedora, las energías son formas de la inquietud. El protagonista de “Ki no Tsurayuki”, que está en silla de ruedas, sabe que su accidente “lo separó de los vivos, de los saludables y ansiosos”. La salud inquieta.

Onetti desconfía de la incontrolable vitalidad. No es casual que haya escrito una historia maestra sobre la fecundación como una forma de asesinato, “La muerte y la niña”. Ahí se contrasta la teología del todopoderoso dios Brausen, patriarca impositivo copiado del cristianismo, con la moral de un médico que no es ejemplar. La cópula casta, el origen de la vida virtuosa, se transforma en un crimen. Una mujer morirá al ser preñada. Díaz Grey, médico que ha traficado con morfina, es el fallido redentor que trata de impedir el asesinato. La sustancia impura de la vida hace que sólo existan las emociones revueltas. En ese horizonte, la ética significa elegir el daño menor. Díaz Grey es ajeno a la vida recta, pero acata la fracturada piedad gris de los hombres, la única asequible y, por lo tanto, poco interesante para la mayoría.

Nada sería tan simplista como suponer que la resignación de tantos personajes acaba con el desafío de decidir. Las historias serían tediosas si se encaminaran a una claudicación pactada. La fatalidad concede márgenes y en cierta forma los estimula. Los protagonistas buscan signos sensuales a los que aferrarse, con una ternura rebelde y resistente; investigan diversos modos de la aceptación y a veces se permiten el honorable fracaso de no resignarse del todo, de rescatar una última cosa limpia, aunque eso ya no afecte los hechos y sólo perdure como gesto.

El protagonista de “Historia del caballero de la rosa...” aspira a recibir una herencia de la anciana a la que él y su mujer cuidan con amoroso interés, pero no obtiene otra cosa que un perro maloliente y una cantidad irrisoria que utiliza para comprar flores y tapizar la tumba de la mujer. Ese suave segundo entierro es su venganza; el gesto transforma la carencia en derroche.

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